Biografía
Vida de Santa Teresa de Jesús
Se cree que la palabra "Teresa" viene de la palabra griega "teriso" que se traduce por "cultivar"; cultivadora. O de la palabra "terao" que significa "cazar", "la cazadora". Como bien dice el Padre Sálesman en su biografía, ambos títulos le quedan bien a Santa Teresa, por ser ella "Cultivadora" de las virtudes y "cazadora" de almas para llevarlas al cielo.
Santa Teresa es, sin duda, una de las mujeres más grandes y admirables de la historia. Es una de las tres doctoras de la Iglesia. Las otras dos son Santa Catalina de Siena y Santa Teresita del Niño Jesús.
Sus padres eran Alonso Sánchez de Cepeda y Beatriz Dávila y Ahumada. La santa habla de ellos con gran cariño. Alonso Sánchez tuvo tres hijos de su primer matrimonio, y Beatriz de Ahumada le dio otros nueve. Al referirse a sus hermanos y medios hermanos, Santa Teresa escribe: "por la gracia de Dios, todos se asemejan en la virtud a mis padres, excepto yo".
Teresa nació en la ciudad castellana de Ávila, el 28 de marzo de 1515. A los siete años, tenía ya gran predilección por la lectura de las vidas de santos. Su hermano Rodrigo era casi de su misma edad de suerte que acostumbraban jugar juntos. Los dos niños, eran muy impresionados por el pensamiento de la eternidad, admiraban las victorias de los santos al conquistar la gloria eterna y repetían incansablemente: "Gozarán de Dios para siempre, para siempre, para siempre . . ."
Busca el martirio
Teresa y su hermano consideraban que los mártires habían comprado la gloria a un precio muy bajo y resolvieron partir al país de los moros con la esperanza de morir por la fe. Así pues, partieron de su casa a escondidas, rogando a Dios que les permitiese dar la vida por Cristo; pero en Adaja se toparon con uno de sus tíos, quien los devolvió a los brazos de su afligida madre. Cuando ésta los reprendió, Rodrigo echó la culpa a su hermana.
En vista del fracaso de sus proyectos, Teresa y Rodrigo decidieron vivir como ermitaños en su propia casa y empezaron a construir una celda en el jardín, aunque nunca llegaron a terminarla. Teresa amaba desde entonces la soledad. En su habitación tenía un cuadro que representaba al Salvador que hablaba con la Samaritana y solía repetir frente a esa imagen: "Señor, dame de beber para que no vuelva a tener sed".
Toma a la Virgen como Madre
La madre de Teresa murió cuando ésta tenía catorce años. "En cuanto empecé a caer en la cuenta de la pérdida que había sufrido, comencé a entristecerme sobremanera; entonces me dirigí a una imagen de Nuestra Señora y le rogué con muchas lágrimas que me tomase por hija suya".
El peligro de la mala lectura y las modas
Por aquella época, Teresa y Rodrigo empezaron a leer novelas de caballerías y aun trataron de escribir una. La santa confiesa en su "Autobiografía": "Esos libros no dejaron de enfriar mis buenos deseos y me hicieron caer insensiblemente en otras faltas. Las novelas de caballerías me gustaban tanto, que no estaba yo contenta cuando no tenía una entre las manos. Poco a poco empecé a interesarme por la moda, a tomar gusto en vestirme bien, a preocuparme mucho del cuidado de mis manos, a usar perfumes y a emplear todas las vanidades que el mundo aconsejaba a las personas de mi condición". El cambio que paulatinamente se operaba en Teresa, no dejó de preocupar a su padre, quien la envió, a los quince años de edad a educarse en el convento de las agustinas de Avila, en el que solían estudiar las jóvenes de su clase.
Enfermedad y conversión
Un año y medio más tarde, Teresa cayó enferma, y su padre la llevó a casa. La joven empezó a reflexionar seriamente sobre la vida religiosa que le atraía y le repugnaba a la vez. La obra que le permitió llegar a una decisión fue la colección de "Cartas" de San Jerónimo, cuyo fervoroso realismo encontró eco en el alma de Teresa. La joven dijo a su padre que quería hacerse religiosa, pero éste le respondió que tendría que esperar a que él muriese para ingresar en el convento. La santa, temiendo flaquear en su propósito, fue a ocultas a visitar a su amiga íntima, Juana Suárez, que era religiosa en el convento carmelita de la Encarnación, en Avila, con la intención de no volver, si Juana le dejaba quedarse, a pesar de la pena que le causaba contrariar la voluntad de su padre. "Recuerdo . . . que, al abandonar mi casa, pensaba que la tortura de la agonía y de la muerte no podía ser peor a la que experimentaba yo en aquel momento . . . El amor de Dios no era suficiente para ahogar en mí el amor que profesaba a mi padre y a mis amigos".
La santa determinó quedarse en el convento de la Encarnación. Tenía entonces veinte años. Su padre, al verla tan resuelta, cesó de oponerse a su vocación. Un año más tarde, Teresa hizo la profesión. Poco después, se agravó un mal que había comenzado a molestarla desde antes de profesar, y su padre la sacó del convento. La hermana Juana Suárez fue a hacer compañía a Teresa, quien se puso en manos de los médicos. Desgraciadamente, el tratamiento no hizo sino empeorar la enfermedad, probablemente una fiebre palúdica. Los médicos terminaron por darse por vencidos, y el estado de la enferma se agravó.
Teresa consiguió soportar aquella tribulación, gracias a que su tío Pedro, que era muy piadoso, le había regalado un librito del P. Francisco de Osuna, titulado: "El tercer alfabeto espiritual". Teresa siguió las instrucciones de la obrita y empezó a practicar la oración mental, aunque no hizo en ella muchos progresos por falta de un director espiritual experimentado. Finalmente, al cabo de tres años, Teresa recobró la salud.
Disipaciones, lucha con la oración y justificaciones
Su prudencia, amabilidad y caridad, a las que añadía un gran encanto personal, le ganaron la estima de todos los que la rodeaban. Según la reprobable costumbre de los conventos españoles de la época, las religiosas podían recibir a cuantos visitantes querían, y Teresa pasaba gran parte de su tiempo charlando en el recibidor del convento. Eso la llevó a descuidar la oración mental y el demonio contribuyó, al inculcarle la íntima convicción, bajo capa de humildad, de que su vida disipada la hacía indigna de conversar familiarmente con Dios. Además, la santa se decía para tranquilizarse, que no había ningún peligro de pecado en hacer lo mismo que tantas otras religiosas mejores que ella y justificaba su descuido de la oración mental, diciéndose que sus enfermedades le impedían meditar. Sin embargo, añade la santa, "el pretexto de mi debilidad corporal no era suficiente para justificar el abandono de un bien tan grande, en el que el amor y la costumbre son más importantes que las fuerzas. En medio de las peores enfermedades puede hacerse la mejor oración, y es un error pensar que sólo se puede orar en la soledad".
Poco después de la muerte de su padre, el confesor de Teresa le hizo ver el peligro en que se hallaba su alma y le aconsejó que volviese a la práctica de la oración. La santa no la abandonó jamás desde entonces. Sin embargo, no se decidía aún a entregarse totalmente a Dios ni a renunciar del todo a las horas que pasaba en el recibidor y al intercambio de regalillos. Es curioso notar que, en todos esos años de indecisión en el servicio de Dios, Santa Teresa no se cansaba jamás de oír sermones "por malos que fuesen"; pero el tiempo que empleaba en la oración "se le iba en desear que los minutos pasasen pronto y que la campana anunciase el fin de la meditación, en vez de reflexionar en las cosas santas".
La penitencia y la cruz
Convencida cada vez más de su indignidad, Teresa invocaba con frecuencia a los grandes santos penitentes, San Agustín y Santa María Magdalena, con quienes están asociados dos hechos que fueron decisivos en la vida de la santa. El primero, fue la lectura de las "Confesiones" de San Agustín. El segundo fue un llamamiento a la penitencia que la santa experimentó ante una imagen de la Pasión del Señor: "Sentí que Santa María Magdalena acudía en mi ayuda . . . y desde entonces he progresado mucho en la vida espiritual".
A la santa le atraían mas los Cristos ensangrentados y manifestando profunda agonía. En una ocasión, al detenerse ante un crucifijo muy sangrante le preguntó: "Señor, ¿quién te puso así?, y le pareció que una voz le decía: "Tus charlas en la sala de visitas, esas fueron las que me pusieron así, Teresa". Ella se echó a llorar y quedó terriblemente impresionada. Pero desde ese día ya no vuelve a perder tiempo en charlas inútiles y en amistades que no llevan a la santidad.
Visiones y comunicaciones
Una vez que Teresa se retiró de las conversaciones del recibidor y de otras ocasiones de disipación y de faltas (los santos son capaces de ver sus faltas), Dios empezó a favorecerla frecuentemente con la oración de quietud y de unión. La oración de unión ocupó un largo periodo de su vida, con el gozo y el amor que le son característicos, y Dios empezó a visitarla con visiones y comunicaciones interiores. Ello la inquietó, porque había oído hablar con frecuencia de ciertas mujeres a las que el demonio había engañado miserablemente con visiones imaginarias. Aunque estaba persuadida de que sus visiones procedían de Dios, su perplejidad la llevó a consultar el asunto con varias personas; desgraciadamente no todas esas personas guardaron el secreto al que estaban obligadas, y la noticia de las visiones de Teresa empezó a divulgarse para gran confusión suya.
Una de las personas a las que consultó Teresa fue Francisco de Salcedo, un hombre casado que era un modelo de virtud. Este la presentó al Padre Daza, doctor tenido por muy virtuoso, quien dictaminó que Teresa era víctima de los engaños del demonio, ya que era imposible que Dios concediese favores tan extraordinarios a una religiosa tan imperfecta como ella pretendía ser. Teresa quedó alarmada e insatisfecha. Francisco de Salcedo, a quien la propia santa afirma que debía su salvación, la animó en sus momentos de desaliento y le aconsejó que acudiese a uno de los padres de la recién fundada Compañía de Jesús. La santa hizo una confesión general con un jesuita, a quien expuso su manera de orar y los favores que había recibido. El jesuita le aseguró que se trataba de gracia de Dios, pero la exhortó a no descuidar el verdadero fundamento de la vida interior. Aunque el confesor de Teresa estaba convencido de que sus visiones procedían de Dios, le ordenó que tratase de resistir durante dos meses a esas gracias. La resistencia de la santa fue en vano.
Otro jesuita, el P. Baltasar Alvarez, le aconsejó que pidiese a Dios ayuda para hacer siempre lo que fuese más agradable a sus ojos y que, con ese fin, recitase diariamente el "Veni Creator Spiritus". Así lo hizo Teresa. Un día, precisamente cuando repetía el himno, fue arrebatada en éxtasis y oyó en el interior de su alma estas palabras: "No quiero que converses con los hombres sino con los ángeles".
…Ella dirá después: "El Espíritu Santo como fuerte huracán hace adelantar más en una hora la navecilla de nuestra alma hacia la santidad, que lo que nosotros habíamos conseguido en meses y años remando con nuestras solas fuerzas".
La santa, que tuvo en su vida posterior repetidas experiencias de palabras divinas afirma que son más claras y distintas que las humanas; dice también que las primeras son operativas, ya que producen en el alma una tendencia a la virtud y la dejan llena de gozo y de paz, convencida de la verdad de lo que ha escuchado.
Persecuciones
En la época en que el P. Alvarez fue su director, Teresa sufrió graves persecuciones, que duraron tres años; además, durante dos años, atravesó por un periodo de intensa desolación espiritual, aliviado por momentos de luz y consuelo extraordinarios. La santa quería que los favores que Dios le concedía, permaneciesen secretos, pero las personas que la rodeaban estaban perfectamente al tanto y, en más de una ocasión, la acusaron de hipocresía y presunción.
El P. Alvarez era un hombre bueno y timorato, que no tuvo el valor suficiente para salir en defensa de su dirigida, aunque siguió confesándola. Lamentablemente, los mediocres siempre son la mayoría. Estos se molestan ante la auténtica santidad porque no saben como lidiar con las intervenciones sobrenaturales por claras que sean. Prefieren descartarlas o ignorarlas, asumiendo que son producto de la exageración o el desequilibrio. Para justificar su posición apelan a las verdaderas exageraciones y desequilibrios y agrupan lo auténtico con lo falso. En otras palabras, carecen de discernimiento espiritual.
En 1557, San Pedro de Alcántara pasó por Avila y, naturalmente, fue a visitar a la famosa carmelita. El santo declaró que le parecía evidente que el Espíritu de Dios guiaba a Teresa, pero predijo que las persecuciones y sufrimientos seguirían lloviendo sobre ella. Las pruebas que Dios le enviaba purificaron el alma de la santa, y los favores extraordinarios le enseñaron a ser humilde y fuerte, la despegaron de las cosas del mundo y la encendieron en el deseo de poseer a Dios.
Extasis
En algunos de sus éxtasis, de los que nos dejó la santa una descripción detallada, se elevaba hasta un metro. Después de una de aquellas visiones escribió la bella poesía que dice: "Tan alta vida espero que muero porque no muero".A este propósito, comenta Teresa: Dios "no parece contentarse con arrebatar el alma a Sí, sino que levanta también este cuerpo mortal, manchado con el barro asqueroso de nuestros pecados". En esos éxtasis se manifestaban la grandeza y bondad de Dios, el exceso de su amor y la dulzura de su servicio en forma sensible, y el alma de Teresa lo comprendía con claridad, aunque era incapaz de expresarlo. El deseo del cielo que dejaban las visiones en su alma era inefable. "Desde entonces, dejé de tener miedo a la muerte, cosa que antes me atormentaba mucho". Las experiencias místicas de la santa llegaron a las alturas de los esponsales espirituales, el matrimonio místico y la transverberación.
Santa Teresa nos dejó el siguiente relato sobre el fenómeno de la transverberación: "Vi a mi lado a un ángel que se hallaba a mi izquierda, en forma humana. Confieso que no estoy acostumbrada a ver tales cosas, excepto en muy raras ocasiones. Aunque con frecuencia me acontece ver a los ángeles, se trata de visiones intelectuales, como las que he referido más arriba . . . El ángel era de corta estatura y muy hermoso; su rostro estaba encendido como si fuese uno de los ángeles más altos que son todo fuego. Debía ser uno de los que llamamos querubines . . . Llevaba en la mano una larga espada de oro, cuya punta parecía un ascua encendida. Me parecía que por momentos hundía la espada en mi corazón y me traspasaba las entrañas y, cuando sacaba la espada, me parecía que las entrañas se me escapaban con ella y me sentía arder en el más grande amor de Dios. El dolor era tan intenso, que me hacía gemir, pero al mismo tiempo, la dulcedumbre de aquella pena excesiva era tan extraordinaria, que no hubiese yo querido verme libre de ella.
El anhelo de Teresa de morir pronto para unirse con Dios, estaba templado por el deseo que la inflamaba de sufrir por su amor. A este propósito escribió: "La única razón que encuentro para vivir, es sufrir y eso es lo único que pido para mí". Según reveló la autopsia en el cadáver de la santa, había en su corazón la cicatriz de una herida larga y profunda.
El año siguiente (1560), para corresponder a esa gracia, la santa hizo el voto de hacer siempre lo que le pareciese más perfecto y agradable a Dios. Un voto de esa naturaleza está tan por encima de las fuerzas naturales, que sólo el esforzarse por cumplirlo puede justificarlo. Santa Teresa cumplió perfectamente su voto.
Escritora Mística
El relato que la santa nos dejó en su "Autobiografía" sobre sus visiones y experiencias espirituales da muestra de una extraordinaria sencillez de estilo y de una preocupación constante por no exagerar los hechos. La Iglesia califica de "celestial" la doctrina de Santa Teresa, en la oración del día de su fiesta. Las obras de la mística Doctora" ponen al descubierto los rincones más recónditos del alma humana. La santa explica con una claridad casi increíble las experiencias más inefables. Y debe hacerse notar que Teresa era una mujer relativamente inculta, que escribió sus experiencias en la común lengua castellana de los habitantes de Avila, que ella había aprendido "en el regazo de su madre"; una mujer que escribió sin valerse de otros libros, sin haber estudiado previamente las obras místicas y sin tener ganas de escribir, porque ello le impedía dedicarse a hilar; una mujer, en fin, que sometió sin reservas sus escritos al juicio de su confesor y sobre todo, al juicio de la Iglesia. La santa empezó a escribir su autobiografía por mandato de su confesor" "La obediencia se prueba de diferentes maneras".
Por otra parte, el mejor comentario de las obras de la santa es la paciencia con que sobrellevó las enfermedades, las acusaciones y los desengaños; la confianza absoluta con que acudía en todas las tormentas y dificultades al Redentor crucificado y el invencible valor que demostró en todas las penas y persecuciones. Los escritos de Santa Teresa subrayan sobre todo el espíritu de oración, la manera de practicarlo y los frutos que produce. Como la santa escribió precisamente en la época en que estaba consagrada a la difícil tarea de fundar conventos de carmelitas reformadas, sus obras, prescindiendo de su naturaleza y contenido, dan testimonio de su vigor, industriosidad y capacidad de recogimiento.
Santa Teresa escribió el "Camino de Perfección" para dirigir a sus religiosas, y el libro de las "Fundaciones" para edificarlas y alentarlas. En cuanto al "Castillo Interior", puede considerarse que lo escribió para instrucción de todos los cristianos, y en esa obra se muestra la santa como verdadera doctora de la vida espiritual.
Fundadora
Las carmelitas, como la mayoría de las religiosas, habían decaído mucho del primer fervor, a principios del siglo XVI. Ya hemos visto que los recibidores de los conventos de Avila eran una especie de centro de reunión de las damas y caballeros de la ciudad. Por otra parte, las religiosas podían salir de la clausura con el menor pretexto, de suerte que el convento era el sitio ideal para quien deseaba una vida fácil y sin problemas. Las comunidades eran sumamente numerosas, lo cual era a la vez causa y efecto de la relajación. Por ejemplo, en el convento de Avila había 140 religiosas.
Santa Teresa comenta más tarde: "La experiencia me ha enseñado lo que es una casa llena de mujeres. ¡Dios nos guarde de ese mal" Ya que tal estado de cosas se aceptaba como normal, las religiosas no caían generalmente en la cuenta de que su modo de vida se apartaba mucho del espíritu de sus fundadores. Así, cuando una sobrina de Santa Teresa, que era también religiosa en el convento de la Encarnación de Avila, le sugirió la idea de fundar una comunidad reducida, la santa la consideró como una especie de revelación del cielo, no como una idea ordinaria. Teresa, que llevaba ya veinticinco años en el convento, resolvió poner en práctica la idea y fundar un convento reformado. Doña Guiomar de Ulloa, que era una viuda muy rica, le ofreció ayuda generosa para la empresa.
San Pedro de Alcántara, San Luis Beltrán y el obispo de Avila, aprobaron el proyecto, y el P. Gregorio Fernández, provincial de las carmelitas, autorizó a Teresa a ponerlo en práctica. Sin embargo, el revuelo que provocó la ejecución del proyecto hizo que el provincial retirase el permiso y Santa Teresa fue objeto de las críticas de sus propias hermanas, de los nobles, de los magistrados y de todo el pueblo. A pesar de eso, el P. Ibañez, dominico, alentó a la santa a proseguir la empresa con la ayuda de Doña Guiomar. Doña Juana de Ahumada, hermana de Santa Teresa, emprendió con su esposo la construcción de un convento en Avila en 1561, pero haciendo creer a todos que se trataba de una casa en la que pensaban habitar. En el curso de la construcción, una pared del futuro convento se derrumbó y cubrió bajo los escombros al pequeño Gonzalo, hijo de Doña Juana, que se hallaba ahí jugando. Santa Teresa tomó en brazos al niño, que no daba ya señales de vida, y se puso en oración; algunos minutos más tarde, el niño estaba perfectamente sano, según consta en el proceso de canonización. En lo sucesivo, Gonzalo solía repetir a su tía que estaba obligada a pedir por su salvación, puesto que a sus oraciones debía el verse privado del cielo.
Por entonces, llegó de Roma un breve que autorizaba la fundación del nuevo convento. San Pedro de Alcántara, Don Francisco de Salcedo y el Dr. Daza, consiguieron ganar al obispo a la causa, y la nueva casa se inauguró bajo sus auspicios el día de San Bartolomé de 1562. Durante la misa que se celebró en la capilla con tal ocasión, tomaron el velo la sobrina de la santa y otras tres novicias.
La inauguración causó gran revuelo en Avila. Esa misma tarde, la superiora del convento de la Encarnación mandó llamar a Teresa y la santa acudió con cierto temor, "pensando que iban a encarcelarme". Naturalmente tuvo que explicar su conducta a su superiora y al P. Angel de Salazar, provincial de la orden. Aunque la santa reconoce que no faltaba razón a sus superiores para estar disgustados, el P. Salazar le prometió que podría retornar al convento de San José en cuanto se calmase la excitación del pueblo.
La fundación no era bien vista en Avila, porque las gentes desconfiaban de las novedades y temían que un convento sin fondos suficientes se convirtiese en una carga demasiado pesada para la ciudad. El alcalde y los magistrados hubiesen acabado por mandar demoler el convento, si no los hubiese disuadido de ello el dominico Báñez. Por su parte, Santa Teresa no perdió la paz en medio de las persecuciones y siguió encomendando a Dios el asunto; el Señor se le apareció y la reconfortó.
Entre tanto, Francisco de Salcedo y otros partidarios de la fundación enviaron a la corte a un sacerdote para que defendiese la causa ante el rey, y los dos dominicos, Báñez e Ibáñez, calmaron al obispo y al provincial. Poco a poco fue desvaneciéndose la tempestad y, cuatro meses más tarde, el P. Salazar dio permiso a Santa Teresa de volver al convento de San José, con otras cuatro religiosas de la Encarnación.
Convento de San José
La santa estableció la más estricta clausura y el silencio casi perpetuo. El convento carecía de rentas y reinaba en él la mayor pobreza; Las religiosas vestían toscos hábitos, usaban sandalias en vez de zapatos (por ello se les llamó "descalzas") y estaban obligadas a la perpetua abstinencia de carne. Santa Teresa no admitió al principio más que a trece religiosas, pero más tarde, en los conventos que no vivían sólo de limosnas sino que poseían rentas, aceptó que hubiese veintiuna.
Teresa, la gran mística, no descuidaba las cosas prácticas sino que las atendía según era necesario. Sabía utilizar las cosas materiales para el servicio de Dios. En una ocasión dijo: "Teresa sin la gracia de Dios es una pobre mujer; con la gracia de Dios, una fuerza; con la gracia de Dios y mucho dinero, una potencia".
Mas fundaciones
En 1567, el superior general de los carmelitas, Juan Bautista Rubio (Rossi), visitó el convento de Avila y quedó encantado de la superiora y de su sabio gobierno; concedió a Santa Teresa plenos poderes para fundar otros conventos del mismo tipo (a pesar de que el de San José había sido fundado sin que él lo supiese) y aun la autorizó a fundar dos conventos de frailes reformados ("carmelitas contemplativos"), en Castilla.
Santa Teresa pasó cinco años con sus trece religiosas en el convento de san José, precediendo a sus hijas no sólo en la oración, sino también en los trabajos humildes, como la limpieza de la casa y el hilado. Acerca de esa época escribió: "Creo que fueron los años más tranquilos y apacibles de mi vida, pues disfruté entonces de la paz que tanto había deseado mi alma . . . Su Divina Majestad nos enviaba lo necesario para vivir sin que tuviésemos necesidad de pedirlo, y en las raras ocasiones en que nos veíamos en necesidad, el gozo de nuestras almas era todavía mayor".
La santa no se contenta con generalidades, sino que desciende a ejemplos menudos, como el de la religiosa que plantó horizontalmente un pepino por obediencia y la cañería que llevó al convento el agua de un pozo que, según los plomeros, era demasiado bajo.
En agosto de 1567, Santa Teresa se trasladó a Medina del Campo, donde fundó el segundo convento, a pesar de las múltiples dificultades que surgieron. A petición de la condesa de la Cerda se fundo un convento en Malagón. Después siguieron los de Valladolid y Toledo. Esta última fue una empresa especialmente difícil porque la santa sólo tenía cinco ducados al comenzar; pero, según escribía, "Teresa y cinco ducados no son nada; pero Dios, Teresa y cinco ducados bastan y sobran".
Una joven de Toledo, que gozaba de gran fama de virtud, pidió ser admitida en el convento y dijo a la fundadora que traería consigo su Biblia. Teresa exclamó: "¿Vuestra Biblia? ¡Dios nos guarde! No entréis en nuestro convento, porque nosotras somos unas pobres mujeres que sólo sabemos hilar y hacer lo que se nos dice". No es que la santa rechazare la Biblia, sino que supo descubrir que esta se habría convertido en un pretexto para faltar en humildad.
La reforma de los religiosos carmelitas
La santa había encontrado en Medina del Campo a dos frailes carmelitas que estaban dispuestos a abrazar la reforma: uno era Antonio de Jesús de Heredia, superior del convento de dicha ciudad y el otro, Juan de Yepes, más conocido con el nombre de San Juan de la Cruz.
Aprovechando la primera oportunidad que se le ofreció, Santa Teresa fundó un convento de frailes en el pueblecito de Duruelo en 1568; a este siguió, en 1569, el convento de Pastrana. En ambos reinaba la mayor pobreza y austeridad. Santa Teresa dejó el resto de las fundaciones de conventos de frailes a cargo de San Juan de la Cruz.
Nuevas fundaciones, dificultades y gracias extraordinarias
La santa fundó también en Pastrana un convento de carmelitas descalzas. Cuando murió Don Ruy Gómez de Silva, quien había ayudado a Teresa en la fundación de los conventos de Pastrana, su mujer quiso hacerse carmelita, pero exigiendo numerosas dispensas de la regla y conservando el tren de vida de una princesa. Teresa, viendo que era imposible reducirla a la humanidad propia de su profesión, ordenó a sus religiosas que se trasladasen a Segovia y dejasen a la princesa su casa de Pastrana.
En 1570, la santa, con otra religiosa, tomó posesión en Salamanca de una casa que hasta entonces había estado ocupada por ciertos estudiantes "que se preocupaban muy poco de la limpieza". Era un edificio grande, complicado y ruinoso, de suerte que al caer la noche la compañera de la santa empezó a ponerse muy nerviosa. Cuando se hallaban ya acostadas en sendos montones de paja ("lo primero que llevaba yo a un nuevo monasterio era un poco de paja para que nos sirviese de lecho"), Teresa preguntó a su compañera en qué pensaba. La religiosa respondió: "Estaba yo pensando en qué haría su reverencia si muriese yo en este momento y su reverencia quedase sola con un cadáver". La santa confiesa que la idea la sobresaltó, porque, aunque no tenía miedo de los cadáveres, la vista de ellos le producía siempre "un dolor en el corazón". Sin embargo, respondió simplemente: "Cuando eso suceda, ya tendré tiempo de pensar lo que haré, por el momento lo mejor es dormir".
En julio de ese año, mientras se hallaba haciendo oración, tuvo una visión del martirio de los beatos jesuitas Ignacio de Azevedo y sus compañeros, entre los que se contaba su pariente Francisco Pérez Godoy. La visión fue tan clara, que Teresa tenía la impresión de haber presenciado directamente la escena, e inmediatamente la describió detalladamente al P. Alvarez, quien un mes más tarde, cuando las nuevas del martirio llegaron a España, pudo comprobar la exactitud de la visión de la santa.
Nombrada superiora de La Encarnación
Por entonces, San Pío V nombró a varios visitadores apostólicos para que hiciesen una investigación sobre la relajación de las diversas órdenes religiosas, con miras a la reforma. El visitador de los carmelitas de Castilla fue un dominico muy conocido, el P. Pedro Fernández. El efecto que le produjo el convento de La Encarnación de Avila fue muy malo, e inmediatamente mandó llamar a Santa Teresa para nombrarla superiora del mismo. La tarea era particularmente desagradable para la santa, tanto porque tenía que separarse de sus hijas, como por la dificultad de dirigir una comunidad que, desde el principio, había visto con recelo sus actividades de reformadora.
Al principio, las religiosas se negaron a obedecer a la nueva superiora, cuya sola presencia producía ataques de histeria en algunas. La santa comenzó por explicarles que su misión no consistía en instruirlas y guiarlas con el látigo en la mano, sino en servirlas y aprender de ellas: "Madres y hermanas mías, el Señor me ha enviado aquí por la voz de la obediencia a desempeñar un oficio en el que yo jamás había pensado y para el que me siento muy mal preparada . . . Mi única intención es serviros . . . No temáis mi gobierno. Aunque he vivido largo tiempo entre las carmelitas descalzas y he sido su superiora, sé también, por la misericordia del Señor, cómo gobernar las carmelitas calzadas". De esta manera se ganó la simpatía y el afecto de la comunidad y le fue menos difícil restablecer la disciplina entre las carmelitas calzadas, de acuerdo con sus constituciones. Poco a poco prohibió completamente las visitas demasiado frecuentes (lo cual molestó mucho a ciertos caballeros de Avila), puso en orden las finanzas del convento e introdujo el verdadero espíritu del claustro. En resumen, fue aquella una realización característicamente teresiana.
Sevilla
En Veas, a donde había ido a fundar un convento, la santa conoció al P. Jerónimo Gracián, quien la convenció fácilmente para que extendiese su campo de acción hasta Sevilla. El P. Gracián era un fraile de la reforma carmelita que acababa precisamente de predicar la cuaresma en Sevilla.
Fuera de la fundación del convento de San José de Avila, ninguna otra fue más difícil que la de Sevilla; entre otras dificultades, una novicia que había sido despedida, denunció a las carmelitas descalzas ante la Inquisición como "iluminadas" y otras cosas peores.
La persecución lleva a la separación entre calzados y descalzos
Los carmelitas de Italia veían con malos ojos el progreso de la reforma en España, lo mismo que los carmelitas no reformados de España, pues comprendían que un día u otro se verían obligados a reformarse. El P. Rubio, superior general de la orden, quien hasta entonces había favorecido a santa Teresa, se pasó al lado de sus enemigos y reunió en Plasencia un capítulo general que aprobó una serie de decretos contra la reforma. El nuevo nuncio apostólico, Felipe de Sega, destituyó al P. Gracián de su cargo de visitador de los carmelitas descalzos y encarceló a San Juan de la Cruz en un monasterio; por otra parte, ordenó a Santa Teresa que se retirase al convento que ella eligiera y que se abstuviese de fundar otros nuevos.
La santa, al mismo tiempo que encomendaba el asunto a Dios, decidió valerse de los amigos que tenía en el mundo y consiguió que el propio Felipe II interviniese en su favor. En efecto, el monarca convocó al nuncio y le reprendió severamente por haberse opuesto a la reforma del Carmelo.
En 1580 obtuvo de Roma una orden que eximía a los carmelitas descalzos de la jurisdicción del provincial de los calzados. "Esa separación fue uno de los mayores gozos y consolaciones de mi vida, pues en aquellos veinticinco años nuestra orden había sufrido más persecuciones y pruebas de las que yo podría escribir en un libro. Ahora estábamos por fin en paz, calzados y descalzos, y nada iba a distraernos del servicio de Dios".
Aguila y paloma
Indudablemente Santa Teresa era una mujer excepcionalmente dotada. Su bondad natural, su ternura de corazón y su imaginación chispeante de gracia, equilibradas por una extraordinaria madurez de juicio y una profunda intuición, le ganaban generalmente el cariño y el respeto de todos. Razón tenía el poeta Crashaw al referirse a Santa Teresa bajo los símbolos aparentemente opuestos de "el águila" y "la paloma". Cuando le parecía necesario, la santa sabía hacer frente a las más altas autoridades civiles o eclesiásticas, y los ataques del mundo no le hacían doblar la cabeza. Las palabras que dirigió al P. Salazar: "Guardaos de oponeros al Espíritu Santo", no fueron el reto de una histérica sino la verdad. Y no fue un abuso de autoridad lo que la movió a tratar con dureza implacable a una superiora que se había incapacitado a fuerza de hacer penitencia. Pero el águila no mata a la paloma, como puede verse por la carta que escribió a un sobrino suyo que llevaba una vida alegre y disipada: "Bendito sea Dios porque os ha guiado en la elección de una mujer tan buena y ha hecho que os caséis pronto, pues habíais empezado a disiparos desde tan joven, que temíamos mucho por vos. Esto os mostrará el amor que os profeso". La santa tomó a su cargo a la hija ilegítima y a la hermana del joven, la cual tenía entonces siete años: "Las religiosas deberíamos tener siempre con nosotras a una niña de esa edad".
Ingenio y franqueza
El ingenio y la franqueza de Teresa jamás sobrepasaban la medida, ni siquiera cuando los empleaba como un arma. En cierta ocasión en que un caballero indiscreto alabó la belleza de sus pies descalzos, Teresa se echó a reír y le dijo que los mirase bien porque jamás volvería a verlos. Los famosos dichos "Bien sabéis lo que es una comunidad de mujeres" e "Hijas mías, estas son tonterías de mujeres", demuestran el realismo con que la santa consideraba a sus súbditas.
Criticando un escrito de su buen amigo Francisco de Salcedo, Teresa le escribía: "El señor Salcedo repite constantemente: 'Como dice el Espíritu Santo', y termina declarando que su obra es una serie de necedades. Me parece que voy a denunciarle a la Inquisición".
Selección de novicias
La intuición de Santa Teresa se manifestaba sobre todo en la elección de las novicias. Lo primero que exigía, aun antes que la piedad, era que fuesen inteligentes, es decir, equilibradas y maduras, porque sabía que es más fácil adquirir la piedad que la madurez de juicio. "Una persona inteligente es sencilla y sumisa, porque ve sus faltas y comprende que tiene necesidad de un guía. Una persona tonta y estrecha es incapaz de ver sus faltas, aunque se las pongan delante de los ojos; y como está satisfecha de sí misma, jamás se mejora". "Aunque el Señor diese a esta joven los dones de la devoción y la contemplación, jamás llegará a ser inteligente, de suerte que será siempre una carga para la comunidad". ¡Que Dios nos guarde de las monjas tontas!"
Últimos años
En 1580, cuando se llevó a cabo la separación de las dos ramas del Carmelo, Santa Teresa tenía ya sesenta y cinco años y su salud estaba muy debilitada. En los dos últimos años de su vida fundó otros dos conventos, lo cual hacía un total de diecisiete. Las fundaciones de la santa no eran simplemente un refugio de las almas contemplativas, sino también una especie de reparación de los destrozos llevados a cabo en los monasterios por el protestantismo, principalmente en Inglaterra y Alemania.
Dios tenía reservada para los últimos años de vida de su sierva, la prueba cruel de que interviniera en el proceso legal del testamento de su hermano Lorenzo, cuya hija era superiora en el convento de Valladolid. Como uno de los abogados tratase con rudeza a la santa, ésta replicó: "Quiera Dios trataros con la cortesía con que vos me tratáis a mí". Sin embargo, Teresa se quedó sin palabra cuando su sobrina, que hasta entonces había sido una excelente religiosa, la puso a la puerta del convento de Valladolid, que ella misma había fundado. Poco después, la santa escribía a la madre de María de San José: "Os suplico, a vos y a vuestras religiosas, que no pidáis a Dios que me alargue la vida. Al contrario, pedidle que me lleve pronto al eterno descanso, pues ya no puedo seros de ninguna utilidad".
En la fundación del convento de Burgos, que fue la última, las dificultades no escasearon. En julio de 1582, cuando el convento estaba ya en marcha, Santa Teresa tenía la intención de retornar a Avila, pero se vio obligada a modificar sus planes para ir a Alba de Tormes a visitar a la duquesa María Henríquez. La Beata Ana de San Bartolomé refiere que el viaje no estuvo bien proyectado y que Santa Teresa se hallaba ya tan débil, que se desmayó en el camino. Una noche sólo pudieron comer unos cuantos higos. Al llegar a Alba de Tormes, la santa tuvo que acostarse inmediatamente. Tres días más tarde, dijo a la Beata Ana: "Por fin, hija mía, ha llegado la hora de mi muerte". El P. Antonio de Heredia le dio los últimos sacramentos y le preguntó donde quería que la sepultasen. Teresa replicó sencillamente: "¿Tengo que decidirlo yo? ¿Me van a negar aquí un agujero para mi cuerpo?" Cuando el P. de Heredia le llevó el viático, la santa consiguió erguirse en el lecho, y exclamó: "¡Oh, Señor, por fin ha llegado la hora de vernos cara a cara!" Santa Teresa de Jesús, visiblemente transportada por lo que el Señor le mostraba, murió en brazos de la Beata Ana a las 9 de la noche del 4 de octubre de 1582.
Precisamente al día siguiente, entró en vigor la reforma gregoriana del calendario, que suprimió diez días, de suerte que la fiesta de la santa fue fijada, más tarde, el 15 de octubre.
- Santa Teresa fue sepultada en Alba de Tormes, donde reposan todavía sus reliquias.
- Su canonización tuvo lugar en 1622.
- El 27 de septiembre de 1970 Pablo VI le reconoció el título de Doctora de la Iglesia.
- En la actualidad, las carmelitas descalzas son aprox. 14.000 en 835 conventos en el mundo. Los carmelitas descalzos son 3.800 en 490 conventos
San Enrique de Ossó y Cervelló
· El deseo de una madre
Nació Enrique de Ossó el 16 de octubre de 1840, en el pintoresco pueblo catalán de Vinebre, de la provincia de Tarragona y perteneciente a la diócesis de Tortosa. Era el tercer hijo del matrimonio formado por Jaime de Ossó y Micaela Cervelló.
Los primeros años de Enrique transcurrieron en el ambiente de piedad propio de una familia cristiana. Su madre le educó con afecto y equilibrio en la austeridad de vida cristiana, en el amor a la Iglesia y en la devoción a la Virgen María.
Un día su madre le manifestó su deseo: ¡Hijo mío, Enrique, hazte sacerdote! ¡Qué alegría me darías! Pero el futuro fundador de la Compañía de Santa Teresa de Jesús le contestó que quería ser maestro y no sacerdote. Años más tarde, el mismo Enrique explicaba: Sí, me hubiera gustado hacerme sacerdote, pero no me creía ni capaz ni digno de tan alto honor. En cambio, me parecía que, siendo maestro, haría mucho bien a los niños, enseñándoles el camino del cielo.
Hizo los estudios primarios en su pueblo natal, siendo después enviado por su padre a Quinto de Ebro y a Reus, para dedicarse al aprendizaje comercial. Estando en Reus, recibió la noticia de la enfermedad de su madre, atacada por el cólera. Micaela murió el 15 de septiembre de 1854. Antes de su muerte repitió a su hijo Enrique su deseo de que fuera sacerdote.
· En Montserrat
Siendo adolescente decide ir a Montserrat buscando la soledad para entregarse a la oración y a la penitencia. En el santuario, donde es admitido como criado de la Virgen por los monjes y junto a la Moreneta, Enrique pasa unos días totalmente entregados a la piedad: se confiesa, reza largos ratos, contempla a la Virgen. Y es allí donde descubre, movido por la Vida de Santa Teresa de Jesús, su vocación al sacerdocio
Ocurrió en octubre de 1854. Jaime de Ossó llama a las puertas del Monasterio de Montserrat: ¿Está aquí mi hermano? Un muchacho de catorce años, alto, fuerte… Trabajaba de comerciante en Reus, y ha desaparecido. No tenemos ni una pista, a no ser una carta que mandó a mi padre hablando de servicio a Dios y de la huida del mundo…, y estos papeles sobre Montserrat que había en su maleta. ¿Ha venido por aquí? El fraile que le había recibido, sorprendido, dice: ¿El mendigo de la Virgen? Verás: la otra tarde llegó un chico andrajoso, con cara de cansado. Pidió pan, dio las gracias y entró en la iglesia. ¡Extraño muchacho! Pasa horas y horas delante de la Virgen. ¡Entra a ver! ¿Quién sabe?
Justo. Era él. Jaime, frente a su hermano Enrique, comprende que doña Micaela se ha salido con la suya. En Vinebre, a las orillas del Ebro, cuántas veces presenció la escena: Hijo mío, Enrique, hazte sacerdote. Y la respuesta del hijo: No, madre. Quiero ser maestro. Y la voz calculadora del padre, don Jaime, poniendo fin al diálogo familiar: Ni sacerdote ni maestro. ¡Comerciante es lo que da!
De comerciante, nada. No hay más que ver. ¡Si no le para el dinero en las manos! Ni la ropa en el cuerpo. ¿Esos andrajos, Enrique?, pregunta Jaime. Y la respuesta de Enrique: Pues… sólo llevaba lo puesto… y aquel chico era tan pobre… De comerciante, nada. Ya puede despedirse el padre de su sueño. ¿Maestro? ¡Tal vez! ¡Sacerdote! De eso Jaime ya no tiene la menor duda. Lo ve en los ojos de Enrique y se lo está oyendo como una oración: ¡Quiero ser sacerdote o ermitaño!
Aún no hace el mes de la muerte de la madre. ¡Esta doña Micaela! Jaime recoge la herencia y asume el compromiso: Ven, Enrique, vamos a casa. Serás sacerdote. Yo te ayudaré.
· Seminarista
En el seminario fue un estudiante disciplinado, buen deportista, compañero, amigo de todos. Se puso un reglamento personal en el que siempre había tiempo para la oración y lectura formativa. Entre sus autores predilectos aparecen ya dos que dejarán honda huella en su espiritualidad: san Francisco de Sales y, sobre todo, santa Teresa de Jesús.
No eran fáciles los años de estudio para los seminaristas: régimen de externado, ambiente de materialismo y ebullición política. Buena ocasión para entrenarse en la lucha por un ideal.
Sus vacaciones también arrojan luz sobre el futuro de Enrique: o en Vinebre: cariño familiar, catequesis a los niños, convivencia con la gente sencilla; o en el Desierto de las Palmas: soledad, reflexión, silencio. Y siempre el dinero pasando por sus dedos para alimentar cuerpos o nutrir inteligencias. Incansable divulgador de opúsculos, folletos y libros.
En el año 1865 recibió, en la Ciudad Condal, de manos de monseñor Montserrat, la tonsura y las Órdenes menores; y en mayo del año siguiente, el mismo obispo le otorgó el subdiaconado, después de unos ejercicios espirituales dirigidos por san Antonio María Claret.
Los años del seminario han dibujado ya la rica personalidad de Enrique: Sirvo al Señor con alegría, escribió en la preparación para el subdiaconado. Sirvo. Es una afirmación -no un propósito- consecuencia de su dedicación plena.
· Sacerdote
En abril de 1867 fue ordenado de diácono en Tortosa, y recibió la ordenación sacerdotal el 21 de septiembre del mismo año y en la misma ciudad. Quiso celebrar su primera Misa en Montserrat, bajo la mirada dulce de la Virgen Morena, la primera confidente de su decisión, trece años detrás: Seré sacerdote o ermitaño, y en una fiesta de Santa María, 7 de octubre, fiesta del Rosario.
Junto a Enrique está su padre, don Jaime, que no acaba de comprender las locuras del hijo. Y están, también, sus hermanos, familiares, amigos… Sólo un vacío notaba -comentaría más tarde el misacantano-: la presencia visible, corporal, de mi buena madre de este mundo. Pero, ¿qué importa? Estaba allí su espíritu…
Ya es sacerdote. En el Decreto sobre la heroicidad de las virtudes de Enrique de Ossó se lee: Dándose cuenta del peligro que corría la fe de los hombres, especialmente de los jóvenes y adolescentes, a los que nadie daba el pan, se consagró completamente a la enseñanza del catecismo, a la predicación de misiones al pueblo y a la dirección de almas, entregándose a promover operarios que le ayudasen a cultivar el campo del Señor. Así, mientras en el seminario diocesano enseñaba física y matemáticas, por los pueblos y aldeas transmitía la ciencia de los santos, haciéndose todo para todos para salvarlos a costa de lo que fuera.
Mi primera vocación, maestro, solía decir Enrique de Ossó. Y fue maestro en toda la extensión de la palabra. A cara descubierta o en la clandestinidad. Desde la cátedra o con la pluma. Junto a los seminaristas o entre los niños y gente sencilla del pueblo. Donde apunte el error o crezca la ignorancia. ¡Siempre maestro! O mejor: ¡Sacerdote maestro! Éste es el secreto de su fecundidad.
Enrique de Ossó fue profesor de matemáticas en el Seminario de Tortosa hasta el año 1878. Diez años de labor eficiente y abnegada. Los alumnos elogiarán su competencia pedagógica: su exactitud y suave exigencia; pero recordarán de modo especial que Ossó era, más que todo y sobre todo, un sacerdote de cuerpo entero. Cuando se vive íntegramente una vocación, toda actividad es magisterio.
En Tortosa, cuando era seminarista, se hizo miembro de las Conferencias de San Vicente de Paúl (1859) y dedicaba todas las tardes de los jueves, domingos y fiestas a la atención de los enfermos más pobres del hospital. Tarea que no abandonó siendo sacerdote y catedrático del Seminario. Atendía los enfermos con cariño y delicadeza. Los lavaba, los peinaba, les cortaba las uñas…, cuantos menesteres pudiesen necesitar. Conversaba con ellos y, antes de marcharse, ya al atardecer, les repartía a cada uno alguna cosita. Los enfermos lo esperaban con ilusión. Se quedaban felices. Y si alguno de esos días iba alguien a buscar a mosén Enrique en el Seminario, allí la contestación era siempre la misma: Vayan al hospital. Allí lo encontrarán.
· Publicaciones
Admira la múltiple acción pastoral de Enrique de Ossó, que siempre supo unir una oración incesante a una actividad apostólica incansable. Dándose cuenta del influjo creciente de la prensa en la sociedad, fundó el periódico El amigo del pueblo y la revista Santa Teresa de Jesús, y dirigió numerosos libros y opúsculos de piedad, de catequética, sobre el magisterio papal y de historia; los escribió y difundió, y procuró que se abriera una casa para vender los libros. Cabe destacar el Catecismo de los obreros y de los ricos, publicado en 1891, poco después de que León XIII publicara la encíclica Rerum novarum; y el Cuarto de hora de oración, redactado según la doctrina de la seráfica doctora y maestra Santa Teresa de Jesús.
En este libro se revela toda su grandeza de apóstol de la oración. Hoy se habla más, se escribe más y hasta se trabaja más -decía-, pero se reza menos, y sin la oración la palabra no da fruto, los escritos no mueven el corazón, el trabajo es menos agradable a Dios. ¡Oh almas…! Orad, orad, orad: la oración todo lo puede.
Otros libros son: El espíritu de Santa Teresa, antología de la santa de Ávila; Viva Jesús, librito editado en Barcelona en 1875, cuya finalidad era enseñar a los niños las vías de oración; El devoto josefino; Un mes en la escuela del Corazón de Jesús, que es la expresión más fiel y madura de su espiritualidad, centrada en el amor al divino Redentor.
Y especialmente fue un catequista genial. ¿Qué hacer con una ciudad envenenada por la corrupción, el odio, el materialismo? Enrique de Ossó no gastaba fuerzas ni tiempo en lamentaciones inútiles. Se lanzó a la conquista de los niños. El plan era ambicioso y arriesgado: una verdadera red abarcaba toda la ciudad de Tortosa. Enrique se reservó la zona más difícil, el Barrio de Pescadores, donde los insultos al sacerdote llegaban hasta la violencia. El golpe fue certero. En dos años, más de mil niños se habían convertidos en simpáticos repetidores del Evangelio por calles, plaza y hogares. Era una fuerza arrolladora que nadie podía contener.
Arrolladora, pero organizada, como fruto de la labor personal de mosén Enrique junto a sus catequistas. Para ellos escribió uno de sus mejores libros: Guía práctica del catequista. Como el árbol tenía vida, empezó a florecer. Y Tortosa vivió tiempos de conversión.
Enrique de Ossó no creó obras al azar para después darles contenido. Tenía, eso sí, ojos muy abiertos para detectar problemas y descubrir soluciones que, después de prudente reflexión, llevaba a la práctica con santa audacia. Y fue un organizador: nacida la obra, encaminada los primeros pasos, aseguraba la continuidad, delegaba responsabilidades y se retiraba a un discreto segundo plano. Desde allí podría ayudar cuando fuese necesario y concebir nuevas empresas. Se ha dicho de él que fue un luchador. Cierto, si se le considera como el apóstol que no escatimó esfuerzos ni escondió la mano ante las dificultades. Pero su misión fue más amplia: Enrique de Ossó fue un gran forjador de luchadores.
· Rasgos de su espíritu
Cristo llenó toda su vida. Su ideal era identificarse con el Señor. En uno de sus libros escribió: Para conformarse a la vida de Jesucristo es necesario, sobre todo, estudiarla, meditarla, no sólo en su aspecto exterior, sino penetrando en los sentimientos, deseos, afectos e intenciones de Jesucristo, para hacer todo en unión perfecta con Él… El que obre así se transformará en Jesús y podrá decir con el Apóstol: “No soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí”.
También sobresale en su vida la devoción a la Virgen María. Cuando enfermo de gravedad en Quinto de Ebro, su tío Juan hizo promesa a la Virgen del Pilar que, si su sobrino se curaba, peregrinarían los dos a Zaragoza, para rezarle ante su venerada imagen. Cuando Enrique recobró la salud, cumplieron la promesa. Siempre fue un ferviente devoto de la Virgen, con su alma enamorada de la Madre de Dios.
La Iglesia fue otro de sus grandes amores. En su epitafio quiso que se pusiera: Soy hijo de la Iglesia. Suyas son estas palabras: ¡Oh Iglesia santa, católica, apostólica, romana… que se me pegue la lengua al paladar y se seque mi mano derecha si no te amo, no te bendigo, no te respeto, no te obedezco, no te defiendo como a mi más amada y buena Madre, siempre, siempre, siempre!
Fue característico de san Enrique de Ossó su gran devoción a santa Teresa de Jesús. Un biógrafo suyo escribió: El fuego que devoraba a Enrique eran chispas del corazón de la Santa. Acercarse a Teresa significaba acercarse más estrechamente al Señor (…). No ignoraba nada de lo que se refiere a la Santa: teología, ascética, elocuencia, literatura, arte; conoce todo lo que se refiere a la Madre Teresa, que estima y venera por su virtud, por sus obras y por su doctrina. Doctrina que él reconoce y proclama segura, profunda y clara. Esto le lleva a una iniciativa atrevida: por lo que sabemos fue el primero en lanzar la idea de pedir al Papa la declaración de santa Teresa como Doctora de la Iglesia.
· Fundador
Pero, sin duda, la mayor gloria de san Enrique de Ossó fue haber descubierto la potencia transformadora de la mujer. El mundo será lo que sean las mujeres -decía-. Vosotras sois quienes habéis de decidir y sentenciar sin apelación si la familia y el individuo, y por consiguiente, si la sociedad entera, ha de ser de Jesucristo…
Asomado a la historia para caminar con paso firme hacia el futuro, recogió la antorcha reformadora de manos de Teresa de Jesús. Ella, con María, sería el modelo; sus escritos, alimento y guía. Toda joven católica podrá imitarla en la oración, en la generosidad, en la fe viva y práctica, y en el amor a Dios y al prójimo…, decía.
En el año 1876 fundó una Congregación religiosa femenina, la Compañía de Santa Teresa de Jesús, con el fin de conocer y amar a Jesús y hacerlo conocer y amar por todos, y que colabore en la Iglesia en la formación, sobre todo, de la mujer.
En el ya citado Decreto sobre la heroicidad de las virtudes, está escrito: En nombre del Ordinario de Tarragona admitió a las primeras religiosas el 1 de enero de 1879, formándolas después santamente en el seguimiento de Jesucristo, con el fin de que se dedicasen totalmente a la educación de la mujer. Había intuido que la mujer tendría un papel cada vez más importante en la familia y en la sociedad y estaba convencido de que solamente teniendo una buena formación humana e intelectual y estando penetrada del espíritu del Evangelio, podría la mujer desarrollar su misión.
Siempre fue un hombre con mucha fe en Dios y procuraba contagiarla a los que estaban a su lado. En una ocasión faltaban mil pesetas (las de entonces) para pagar a los obreros en la obra del Colegio de Ganduxer, perteneciente a la Compañía de Santa Teresa de Jesús. La hermana encargada de hacer los pagos fue a decírselo a su fundador: ¿Qué hacemos, Padre?, le preguntó. Él contestó con tranquilidad: Buscarlas, hija. La hermana insistió: ¿Dónde? Enrique de Ossó repitió que saliesen a buscarlas y añadió: Pero con mucha fe en Dios. Con mucha fe. Acompañada de otra hermana salieron de la casa, sin saber a dónde ir para pedir mil pesetas por amor de Dios. Indecisas, vacilaban sobre el camino a seguir. Una dijo: Vayamos a la derecha. Y así lo hicieron. Llamaron a una casa, al azar. Expusieron a quien les abrió la necesidad en que se encontraban. Aunque todo lo habían hecho con la fe que su fundador les había recomendado, no dejaron de sorprenderse cuando recibieron esta contestación: Precisamente, hace unos momentos nos acaban de traer doscientos duros para ustedes. Aquí están. Ya se puede suponer cómo volvieron a contárselo a su santo fundador.
Otra vez, una hermana de su Congregación estaba sufriendo mucho por una situación familiar; don Enrique la llamó a su despacho y después de que la religiosa le contara su aflicción, le dijo: Si dependiera de mí la solución de esto que tanto te aflige, ¿dudarías que se resolvería todo para bien? Ella contestó sin vacilar: No, Padre. Entonces le dijo: Pues está la solución en las manos de tu Padre Dios que te ama mucho más de lo que yo ni nadie podemos quererte, ¿por qué temes y desconfías? Con lo que la religiosa encontró consuelo y verdadera confianza.
· Muerte y fama de santidad
El 2 de enero de 1896 Enrique de Ossó llegó al convento franciscano de Sancti Spiritus de Gilet (Valencia) para pasar unos días de retiro. Del 6 al 13 hizo los Ejercicios Espirituales. En la noche del 27 de enero el Señor llamó a sí a Enrique de Ossó, repentina pero no improvisamente. Sus últimos días transcurrieron en un clima de contemplación. En el profundo recogimiento y silencio del cenobio de los frailes menores escribió un Pequeño tratado sobre la vida mística Novena al Espíritu Santo.
La fama de santidad que gozaba ya en vida, fue creciendo después de su muerte. En el año 1923 dos religiosas de la Compañía de Santa Teresa de Jesús se curaron milagrosamente de graves enfermedades por intervención de su santo fundador. Dos años después se abrieron los procesos ordinarios informativos en Tortosa y Barcelona, para la causa de beatificación del Siervo de Dios.
En 1927 tiene lugar la apertura del proceso informativo en Roma. En 1956 la Postulación General de la Orden Carmelitana se hace cargo de la Causa. En el mismo año es la Apertura del Proceso Super non cultu, en Tortosa. En 1967 se clausuran los Procesos Apostólicos en Tortosa, y se envían a la Sagrada Congregación para las Causas de los Santos.
El 15 de mayo de 1976, el papa Pablo VI dispone la publicación del Decreto sobre la heroicidad de las virtudes de Enrique de Ossó. Tres años después, el 10 de mayo de 1979, después de ser aprobado por el papa San Juan Pablo II, se publica el decreto sobre el carácter milagroso de las dos curaciones antes referidas. El 14 de octubre de 1979, San Juan Pablo II declara beato a Enrique de Ossó.
Canonización
El 16 de junio de 1993 el papa San Juan Pablo II, durante su cuarto viaje apostólico a España, canonizó a Enrique de Ossó. La ceremonia tuvo lugar en la madrileña plaza de Colón, durante la Eucaristía con el Pueblo de Dios. Era la segunda vez en el pontificado de Juan Pablo II que se celebraba una canonización fuera de Roma. La primera fue la de san Ezequiel Moreno, agustino recoleto español, obispo de Pasto (Colombia), y que San Juan Pablo II canonizó en Santo Domingo el 11 de octubre de 1992.
San Juan Pablo II, en la homilía de la ceremonia de canonización, dice: Enrique de Ossó buscó y encontró la sabiduría; la prefirió a los cetros, a los tronos y a la riqueza. Desde su juventud, al abandonar la casa paterna, refugiándose en el monasterio de Montserrat, sintió que Dios le llamaba para hacerle partícipe de su amistad. Seducido por la luz que no tiene ocaso encontró “el tesoro inagotable” y lo dejó todo para poseerlo. Su padre quería que fuera comerciante; y él, como el comerciante de la parábola evangélica, prefirió la perla de gran valor, que es Jesucristo. El amor a Jesucristo le condujo al sacerdocio, y en el ministerio sacerdotal, Enrique de Ossó encontró la clave para vivir su identificación con Cristo y su celo apostólico. Como “buen soldado de Cristo Jesús” tomó parte en los trabajos del Evangelio y encontró fuerzas en la gracia divina para comunicar a los demás la sabiduría que había recibido. Su vida fue, en todo momento, contacto íntimo con Jesús, abnegación y sacrificio, generosa entrega apostólica.
Más adelante, continuaba el Romano Pontífice su homilía, glosando la vida del santo catalán, que transcurrió en el siglo XIX en una época difícil, con una España dividida por guerras civiles y alterada por movimientos laicistas y anticlericales, con estas palabras: De la mano de Teresa de Jesús, Enrique de Ossó entiende que el amor a Cristo tiene que ser el centro de su obra. Un amor a Cristo que cautive y arrebate a los hombres ganándolos para el Evangelio. Urgido por este amor, este ejemplar sacerdote, nacido en Cataluña, dirigirá su acción a los niños más necesitados, a los jóvenes labradores, a todos los hombres, sin distinción de edad o condición social; y, muy especialmente, dirigió su quehacer apostólico a la mujer, consciente de su capacidad para transformar la sociedad: “El mundo ha sido siempre -decía- lo que le han hecho las mujeres. Un mundo hecho por vosotras, formadas según el modelo de la Virgen María con las enseñanzas de Teresa”. Este ardiente deseo de que Jesucristo fuera conocido y amado por todo el mundo hizo que Enrique de Ossó centrase toda su actividad apostólica en la catequesis. En la cátedra del Seminario de Tortosa, o con los niños y la gente sencilla del pueblo, el virtuoso sacerdote revela el rostro de Cristo Maestro que, compadecido de la gente, les enseñaba el camino del Cielo.
Concluía San Juan Pablo II: Su espíritu está marcado por la centralidad de la persona de Jesucristo. “Pensar, sentir, amar como Cristo Jesús; obrar, conversar o hablar con Él; conformar, en una palabra, toda nuestra vida con la de Cristo; revestirnos de Cristo Jesús es nuestra ocupación esencial”. Y junto a Cristo, profesaba una piedad mariana entrañable y profunda, así como una admiración por el valor educativo de la persona y la obra de santa Teresa de Jesús.